sábado, 28 de marzo de 2009

El "Maracanazo" de Uruguay (Por Mario Filho)

Reproducción de la crónica que escribió Mario Filho, uno de los mas destacados periodistas deportivos de Brasil, bajo el título "O Brasil na Copa do Mundo" en 1966, con referencia al triunfo del seleccionado de Uruguay frente a Brasil en la final de la Copa del Mundo de 1950 conocida como "El Maracanazo".

Antes del partido la recomendación expresa del técnico Flavio Costa fue que ningún jugador brasileño aceptase una provocación uruguaya. Aún agredidos debían ofrecer la otra mejilla. Y los jugadores brasileños entrando a la cancha vieron a 220.000 espectadores comprimidos en el mayor estadio del mundo.
Era una masa compacta que se reunía para festejar a los campeones del mundo.
Sólo los jugadores pensaban en el partido, o tenían que pensar en el partido.
Millares de paquetes de serpentinas y papel picado se habían depositado sobre las barandas. En cuanto el árbitro Reader diera la pitada final llegaría el diluvio de papeles de colores que acompañaría la entrada de las bandas de carnaval, llevando banderas y lanzaperfumes.
Hasta el dia de hoy (año 1966) el foso del Maracaná tiene la marca del puente por donde iban a entrar las carrozas.
¿Quién sabe si los jugadores brasileños, conociendo todo eso, no sintieron miedo de perder? ¿Y si perdiesen? La única salida era la victoria.
Es posible que recordasen el último encuentro entre Brasil y Uruguay, donde se habían impuesto por apenas 1 a 0 con un gol sobre la hora de Ademir.
Lo cierto es que el equipo brasileño no soportó el peso de la responsabilidad de defender la alegría de todo un pueblo. Los uruguayos ¿qué podían perder?
De quien se esperaba todo era de Brasil. Cuando Bigode comenzó a dominar a Ghiggia, Obdulio Varela se acercó, tomó por el pescuezo al defensor brasileño y lo sacudió. Pero nadie protestó pidiendo la expulsión del capitán uruguayo. Por el contrario, todos se alegraron de que Mr. Reader lo dejase pasar, si no, los uruguayos podían abandonar el campo de juego y arruinar la celebración.
El Brasil siempre marcaba un gol en los primeros tres minutos. Y ahora había jugado cuarenta y cinco minutos y nada. Pero después llegó la alegría del gol de Friaca. La multitud de 220.000 personas que se deprimiera con el 0 a 0 tuvo su instancia de liberación, ahora llegaba la goleada. Bastaba el empate para que Brasil fuera campeón, pero nadie quería el empate, como si fuera una mancha. Tenía que ser goleada.
Y en vez de goleada vino el gol de Schiaffino. Ghiggia fue arrastrando a Bigode hasta la línea del fondo y de allí hizo el pase hacia atrás. Schiaffino desvió la pelota y gol uruguayo.
Se hizo el mayor silencio de la historia del fútbol.
Brasil era todavía campeón del mundo. Pero ¿quién pensaba en el empate, que quemaba como una vergüenza? En vez de conformarse con el resultado el equipo brasileño quiso quebrar ese silencio y fue para adelante y vino el gol de Ghiggia.
Bigode fue retrocediendo, retrocediendo ante el avance de Ghiggia. Barbosa, esta vez, esperó el pase atrás. Ghiggia tiró entre Barbosa y el poste. No había lugar para que la pelota entrara. La impresión de todos era que la pelota había salido. Pero estaba en el fondo de la red.
¿Cómo hizo para entrar?
Entonces el público se acordó de que con un empate bastaba para conseguir el título. Fue cuando se advirtió mejor quién era Obdulio Varela, el Gran Capitán.
Pellizcando su camiseta con los dedos llevaba a la desesperación a los jugadores brasileños, diciéndoles: "¡Es la celeste!".
En el tunel se veían las cabezas blancas de los campeones del '24, del '28 y del '30. Y el tiempo huía y el gol del empate no llegaba.
Los uruguayos se agarraban con uñas y dientes al 2 a 1. Hasta que Mr. Reader levantó los brazos. Uruguay era campeón del mundo.
Jules Rimet entraba al campo de juego para entregar la Copa del Mundo.
Parecía que la multitud de 220.000 personas no se movía. Estaba paralizada, transformada en piedra.
Pero los que podían llorar, sollozaban, los que podían andar, huían del Maracaná.
Cuando yo iba saliendo vi un muchacho rodar y caer de cara al piso, como muerto. Nadie lo socorrió.
Había gente paralizada. El estadio se vació y aquellos rostros permanecían inmóviles, como si el tiempo se hubiese detenido, como si el mundo se hubiera acabado.
No se oía una bocina de los autos que regresaban.
La ciudad cerró las ventanas, se sumergió en el luto.
Era como si cada brasileño hubiera perdido al ser más querido.
Peor que eso, como si cada brasileño hubiera perdido el honor y la dignidad.
Por eso, muchos juraron aquel 16 de julio no volver nunca a una cancha de fútbol.
Pocos se dieron cuenta de que en aquel desafío germinaba una generación de campeones del mundo.