jueves, 9 de julio de 2009

Isabelino Gradín: astro y señor de los campos (Por Diego Lucero)

De entre la runfla de los cuadritos del barrio, un día marchó para el 3º de Peñarol , un yimbo elegido entre los tres mil negritos de la barriada, que tenía fama de mover la redonda como un rey.
El yimbito era de esos de zabeca irrompible, con una ñata con dos agujeros que parecía una escopeta de dos caños y dos ojos buenos, que el asombro de ver gente se los hacía abrir como dos monedas de a peso.
Estuvo un tiempo en el tercero, cincha y cincha por el color, y una tarde de 1914, Isabelino Gradin, que era el negrito del Sur, fue puesto en el primero de Peñarol para jugarla al lado de José Piendibeni.
Era en el tiempo en que el Universal le amargaba la vida a los rayados; era en el tiempo en que eran 11 contra 11 en la cancha y no como ahora en que unos son grandes y otros son chicos...
Desde ese día se incorporó al fútbol uruguayo un nuevo astro. Los muchachos del barrio, los del sur, fierreros y duros para el castigo, seguidores y fieles, con esa consecuencia de los tipos del pueblo en la buena y en la mala, lo habían acompañado a Isabel hasta Belveder.
Los que pudieron ir en carro llevaron los tambores de los Congos; los que no tenían los seis y dos cobres que había que palmar de flete, se fueron de colanda en el eléctrico hasta la Cuchilla.
A la vuelta, todos juntos, se trajeron a Gradín como quien trae un estandarte con medallas, como si fuera una comparsa que se va acercando al tablado y se hace vibrante el redoble de las lonjas.
Y para que no se llenara aquello de papelitos, en el barrio le dieron la poquísima bola que se le daba, entre tanto taura, a los principiantes de poca categoría.
Entretanto, Isabel se iba para arriba; pero como los tiempos no le daban más que para ganar fama, seguía siendo el mismo yimbo con alpargatas, hechas a los rugones del empedrado puntiagudo de la calle Isla de Flores, a la altura de la fábrica del Gas.
Y cuando se acercaban los carnavales, el grone, que vistiendo la rayada ya pasaba por las canchas como una estela de luz, se terciaba el tamboril lleno de misteriosa sonoridad, y al repique combinado de la madera y la lonja, le arrancaba los armoniosos picados del Candombe, mientras los escoberos hacían sus figuras de lujo ante el asombro ingenuo del tablado.
Tamborillero, jugador del fútbol, atleta asombroso para su época, de volta in volta algún copetín que otro, tuvo el negro Isabel la virtud de su modestia sin par, de su modestia de negrito bueno, sin que jamás se alterara su manera de ser, ni aún cuando la gloria lo llevaba en anca.
Su deca empezó justo cuando se habló de deshacer el Barrio Sur; cuando un día se chamuyó de hacer laburar la piqueta y borrar toda la historia del malevaje montevideano.
Y se hizo nomás.
Todo lo lindo se lo llevaron los bulines que se fueron cayendo de a pedazos, los bulines donde cada uno tenía escrita en sus paredes y en sus rincones una página de la novela áspera y fuerta de la vida rea.
Pero como el espíritu no murió ni morirá nunca, allí en el Sur, en el único barracón que queda en pie, cuando se acercan los carnavales, empiezan a ensayar "Los Congos" como antes, y uno de los que se fajan con el tambor terciado, meta madera y longa es Isabelino, el mismo de Peñarol, como si los años no hubieran pasado y estuviera viviendo aquel minuto en que entró a la cancha de Belveder a jugar por primera vez al lado del maestro, con unos tamangos que le quedaban tan grandes que parecían las aspas de un ventilador...