De entre la runfla de los cuadritos del barrio, un día marchó para el 3º de Peñarol , un yimbo elegido entre los tres mil negritos de la barriada, que tenía fama de mover la redonda como un rey.
El yimbito era de esos de zabeca irrompible, con una ñata con dos agujeros que parecía una escopeta de dos caños y dos ojos buenos, que el asombro de ver gente se los hacía abrir como dos monedas de a peso.
Estuvo un tiempo en el tercero, cincha y cincha por el color, y una tarde de 1914, Isabelino Gradin, que era el negrito del Sur, fue puesto en el primero de Peñarol para jugarla al lado de José Piendibeni.
Era en el tiempo en que el Universal le amargaba la vida a los rayados; era en el tiempo en que eran 11 contra 11 en la cancha y no como ahora en que unos son grandes y otros son chicos...
Desde ese día se incorporó al fútbol uruguayo un nuevo astro. Los muchachos del barrio, los del sur, fierreros y duros para el castigo, seguidores y fieles, con esa consecuencia de los tipos del pueblo en la buena y en la mala, lo habían acompañado a Isabel hasta Belveder.
Los que pudieron ir en carro llevaron los tambores de los Congos; los que no tenían los seis y dos cobres que había que palmar de flete, se fueron de colanda en el eléctrico hasta la Cuchilla.
A la vuelta, todos juntos, se trajeron a Gradín como quien trae un estandarte con medallas, como si fuera una comparsa que se va acercando al tablado y se hace vibrante el redoble de las lonjas.
Y para que no se llenara aquello de papelitos, en el barrio le dieron la poquísima bola que se le daba, entre tanto taura, a los principiantes de poca categoría.
Entretanto, Isabel se iba para arriba; pero como los tiempos no le daban más que para ganar fama, seguía siendo el mismo yimbo con alpargatas, hechas a los rugones del empedrado puntiagudo de la calle Isla de Flores, a la altura de la fábrica del Gas.
Y cuando se acercaban los carnavales, el grone, que vistiendo la rayada ya pasaba por las canchas como una estela de luz, se terciaba el tamboril lleno de misteriosa sonoridad, y al repique combinado de la madera y la lonja, le arrancaba los armoniosos picados del Candombe, mientras los escoberos hacían sus figuras de lujo ante el asombro ingenuo del tablado.
Tamborillero, jugador del fútbol, atleta asombroso para su época, de volta in volta algún copetín que otro, tuvo el negro Isabel la virtud de su modestia sin par, de su modestia de negrito bueno, sin que jamás se alterara su manera de ser, ni aún cuando la gloria lo llevaba en anca.
Su deca empezó justo cuando se habló de deshacer el Barrio Sur; cuando un día se chamuyó de hacer laburar la piqueta y borrar toda la historia del malevaje montevideano.
Y se hizo nomás.
Todo lo lindo se lo llevaron los bulines que se fueron cayendo de a pedazos, los bulines donde cada uno tenía escrita en sus paredes y en sus rincones una página de la novela áspera y fuerta de la vida rea.
Pero como el espíritu no murió ni morirá nunca, allí en el Sur, en el único barracón que queda en pie, cuando se acercan los carnavales, empiezan a ensayar "Los Congos" como antes, y uno de los que se fajan con el tambor terciado, meta madera y longa es Isabelino, el mismo de Peñarol, como si los años no hubieran pasado y estuviera viviendo aquel minuto en que entró a la cancha de Belveder a jugar por primera vez al lado del maestro, con unos tamangos que le quedaban tan grandes que parecían las aspas de un ventilador...
Crónicas de fútbol
Un espacio para seguir descubriendo la historia del fútbol desde el rico formato de la crónica periodística
jueves, 9 de julio de 2009
sábado, 28 de marzo de 2009
El "Maracanazo" de Uruguay (Por Mario Filho)
Reproducción de la crónica que escribió Mario Filho, uno de los mas destacados periodistas deportivos de Brasil, bajo el título "O Brasil na Copa do Mundo" en 1966, con referencia al triunfo del seleccionado de Uruguay frente a Brasil en la final de la Copa del Mundo de 1950 conocida como "El Maracanazo".
Antes del partido la recomendación expresa del técnico Flavio Costa fue que ningún jugador brasileño aceptase una provocación uruguaya. Aún agredidos debían ofrecer la otra mejilla. Y los jugadores brasileños entrando a la cancha vieron a 220.000 espectadores comprimidos en el mayor estadio del mundo.
Era una masa compacta que se reunía para festejar a los campeones del mundo.
Sólo los jugadores pensaban en el partido, o tenían que pensar en el partido.
Millares de paquetes de serpentinas y papel picado se habían depositado sobre las barandas. En cuanto el árbitro Reader diera la pitada final llegaría el diluvio de papeles de colores que acompañaría la entrada de las bandas de carnaval, llevando banderas y lanzaperfumes.
Hasta el dia de hoy (año 1966) el foso del Maracaná tiene la marca del puente por donde iban a entrar las carrozas.
¿Quién sabe si los jugadores brasileños, conociendo todo eso, no sintieron miedo de perder? ¿Y si perdiesen? La única salida era la victoria.
Es posible que recordasen el último encuentro entre Brasil y Uruguay, donde se habían impuesto por apenas 1 a 0 con un gol sobre la hora de Ademir.
Lo cierto es que el equipo brasileño no soportó el peso de la responsabilidad de defender la alegría de todo un pueblo. Los uruguayos ¿qué podían perder?
De quien se esperaba todo era de Brasil. Cuando Bigode comenzó a dominar a Ghiggia, Obdulio Varela se acercó, tomó por el pescuezo al defensor brasileño y lo sacudió. Pero nadie protestó pidiendo la expulsión del capitán uruguayo. Por el contrario, todos se alegraron de que Mr. Reader lo dejase pasar, si no, los uruguayos podían abandonar el campo de juego y arruinar la celebración.
El Brasil siempre marcaba un gol en los primeros tres minutos. Y ahora había jugado cuarenta y cinco minutos y nada. Pero después llegó la alegría del gol de Friaca. La multitud de 220.000 personas que se deprimiera con el 0 a 0 tuvo su instancia de liberación, ahora llegaba la goleada. Bastaba el empate para que Brasil fuera campeón, pero nadie quería el empate, como si fuera una mancha. Tenía que ser goleada.
Y en vez de goleada vino el gol de Schiaffino. Ghiggia fue arrastrando a Bigode hasta la línea del fondo y de allí hizo el pase hacia atrás. Schiaffino desvió la pelota y gol uruguayo.
Se hizo el mayor silencio de la historia del fútbol.
Brasil era todavía campeón del mundo. Pero ¿quién pensaba en el empate, que quemaba como una vergüenza? En vez de conformarse con el resultado el equipo brasileño quiso quebrar ese silencio y fue para adelante y vino el gol de Ghiggia.
Bigode fue retrocediendo, retrocediendo ante el avance de Ghiggia. Barbosa, esta vez, esperó el pase atrás. Ghiggia tiró entre Barbosa y el poste. No había lugar para que la pelota entrara. La impresión de todos era que la pelota había salido. Pero estaba en el fondo de la red.
¿Cómo hizo para entrar?
Entonces el público se acordó de que con un empate bastaba para conseguir el título. Fue cuando se advirtió mejor quién era Obdulio Varela, el Gran Capitán.
Pellizcando su camiseta con los dedos llevaba a la desesperación a los jugadores brasileños, diciéndoles: "¡Es la celeste!".
En el tunel se veían las cabezas blancas de los campeones del '24, del '28 y del '30. Y el tiempo huía y el gol del empate no llegaba.
Los uruguayos se agarraban con uñas y dientes al 2 a 1. Hasta que Mr. Reader levantó los brazos. Uruguay era campeón del mundo.
Jules Rimet entraba al campo de juego para entregar la Copa del Mundo.
Parecía que la multitud de 220.000 personas no se movía. Estaba paralizada, transformada en piedra.
Pero los que podían llorar, sollozaban, los que podían andar, huían del Maracaná.
Cuando yo iba saliendo vi un muchacho rodar y caer de cara al piso, como muerto. Nadie lo socorrió.
Había gente paralizada. El estadio se vació y aquellos rostros permanecían inmóviles, como si el tiempo se hubiese detenido, como si el mundo se hubiera acabado.
No se oía una bocina de los autos que regresaban.
La ciudad cerró las ventanas, se sumergió en el luto.
Era como si cada brasileño hubiera perdido al ser más querido.
Peor que eso, como si cada brasileño hubiera perdido el honor y la dignidad.
Por eso, muchos juraron aquel 16 de julio no volver nunca a una cancha de fútbol.
Pocos se dieron cuenta de que en aquel desafío germinaba una generación de campeones del mundo.
Antes del partido la recomendación expresa del técnico Flavio Costa fue que ningún jugador brasileño aceptase una provocación uruguaya. Aún agredidos debían ofrecer la otra mejilla. Y los jugadores brasileños entrando a la cancha vieron a 220.000 espectadores comprimidos en el mayor estadio del mundo.
Era una masa compacta que se reunía para festejar a los campeones del mundo.
Sólo los jugadores pensaban en el partido, o tenían que pensar en el partido.
Millares de paquetes de serpentinas y papel picado se habían depositado sobre las barandas. En cuanto el árbitro Reader diera la pitada final llegaría el diluvio de papeles de colores que acompañaría la entrada de las bandas de carnaval, llevando banderas y lanzaperfumes.
Hasta el dia de hoy (año 1966) el foso del Maracaná tiene la marca del puente por donde iban a entrar las carrozas.
¿Quién sabe si los jugadores brasileños, conociendo todo eso, no sintieron miedo de perder? ¿Y si perdiesen? La única salida era la victoria.
Es posible que recordasen el último encuentro entre Brasil y Uruguay, donde se habían impuesto por apenas 1 a 0 con un gol sobre la hora de Ademir.
Lo cierto es que el equipo brasileño no soportó el peso de la responsabilidad de defender la alegría de todo un pueblo. Los uruguayos ¿qué podían perder?
De quien se esperaba todo era de Brasil. Cuando Bigode comenzó a dominar a Ghiggia, Obdulio Varela se acercó, tomó por el pescuezo al defensor brasileño y lo sacudió. Pero nadie protestó pidiendo la expulsión del capitán uruguayo. Por el contrario, todos se alegraron de que Mr. Reader lo dejase pasar, si no, los uruguayos podían abandonar el campo de juego y arruinar la celebración.
El Brasil siempre marcaba un gol en los primeros tres minutos. Y ahora había jugado cuarenta y cinco minutos y nada. Pero después llegó la alegría del gol de Friaca. La multitud de 220.000 personas que se deprimiera con el 0 a 0 tuvo su instancia de liberación, ahora llegaba la goleada. Bastaba el empate para que Brasil fuera campeón, pero nadie quería el empate, como si fuera una mancha. Tenía que ser goleada.
Y en vez de goleada vino el gol de Schiaffino. Ghiggia fue arrastrando a Bigode hasta la línea del fondo y de allí hizo el pase hacia atrás. Schiaffino desvió la pelota y gol uruguayo.
Se hizo el mayor silencio de la historia del fútbol.
Brasil era todavía campeón del mundo. Pero ¿quién pensaba en el empate, que quemaba como una vergüenza? En vez de conformarse con el resultado el equipo brasileño quiso quebrar ese silencio y fue para adelante y vino el gol de Ghiggia.
Bigode fue retrocediendo, retrocediendo ante el avance de Ghiggia. Barbosa, esta vez, esperó el pase atrás. Ghiggia tiró entre Barbosa y el poste. No había lugar para que la pelota entrara. La impresión de todos era que la pelota había salido. Pero estaba en el fondo de la red.
¿Cómo hizo para entrar?
Entonces el público se acordó de que con un empate bastaba para conseguir el título. Fue cuando se advirtió mejor quién era Obdulio Varela, el Gran Capitán.
Pellizcando su camiseta con los dedos llevaba a la desesperación a los jugadores brasileños, diciéndoles: "¡Es la celeste!".
En el tunel se veían las cabezas blancas de los campeones del '24, del '28 y del '30. Y el tiempo huía y el gol del empate no llegaba.
Los uruguayos se agarraban con uñas y dientes al 2 a 1. Hasta que Mr. Reader levantó los brazos. Uruguay era campeón del mundo.
Jules Rimet entraba al campo de juego para entregar la Copa del Mundo.
Parecía que la multitud de 220.000 personas no se movía. Estaba paralizada, transformada en piedra.
Pero los que podían llorar, sollozaban, los que podían andar, huían del Maracaná.
Cuando yo iba saliendo vi un muchacho rodar y caer de cara al piso, como muerto. Nadie lo socorrió.
Había gente paralizada. El estadio se vació y aquellos rostros permanecían inmóviles, como si el tiempo se hubiese detenido, como si el mundo se hubiera acabado.
No se oía una bocina de los autos que regresaban.
La ciudad cerró las ventanas, se sumergió en el luto.
Era como si cada brasileño hubiera perdido al ser más querido.
Peor que eso, como si cada brasileño hubiera perdido el honor y la dignidad.
Por eso, muchos juraron aquel 16 de julio no volver nunca a una cancha de fútbol.
Pocos se dieron cuenta de que en aquel desafío germinaba una generación de campeones del mundo.
martes, 29 de julio de 2008
Crónica de la final de México '86
En el mediodía mexicano el Estadio Azteca reunía en un solo momento todos los entrenamientos, todas las giras y las charlas tácticas, las concentraciones y conferencias de prensa, todos los partidos previos, que ahora sí parecían tener sentido para aquellos veintidós futbolistas que estaban a punto de iniciar el partido más soñado: la final de una Copa del Mundo.
Pero más allá de los sueños de hinchas, jugadores y del cuerpo técnico aún quedaba un partido y la Argentina llegaba más sólida que Alemania, con un dibujo táctico más efectivo, con el mejor jugador del torneo y, lo que se confirmaría en los últimos minutos, con más reservas anímicas y físicas.
Desde el inicio el equipo de Carlos Bilardo impuso su mejor manejo técnico del balón, sostenido en el despliegue obligado de Héctor Enrique y de Jorge Burruchaga, ya que Diego Maradona estaba demasiado ocupado tratando de librarse del “pegamento” de Matthäus. En una de esas pegatinas, el diez generó una infracción por derecha a los 22 minutos, que derivó en el centro de Burruchaga y en el gol de cabeza del “Tata” José Luis Brown, acaso el gol más fácil que se haya convertido en un partido tan difícil, porque el arco había quedado sin la presencia del arquero Schumacher, engañado por el efecto de la pelota en el centro.
Argentina jugaba mejor y tenía mayor control del balón. Mientras los minutos pasaban los alemanes parecían esperar el entretiempo para que Franz Beckembauer les refrescara las ideas. Sólo dos de ellos sabían llevar a la práctica las directivas del “Kaiser”: el incansable “Tanque” Briegel y Matthäus, uno defensor y el otro carcelero de Maradona. Pero en el segundo tiempo se volvería a ver algo del verdadero Rummenigge.
Cuando Jorge Valdano definió con clase a la salida del arquero y puso el marcador 2-0 todos pensaron lo mismo: partido liquidado. Iban 56 minutos.
Pero en uno de esos centros desesperados apareció el alma de Rummenigge del ‘82 para enviar de rastrón la pelota a la red y descontar. Más tarde, Dieter Völler hizo delirar y levantar de sus asientos a toda Alemania Federal. ¿Milagro? Nada de eso, el seleccionado alemán poseía antecedentes aún más heroicos, Mundial de 1954 por ejemplo. Todos volvieron a coincidir en sus pensamientos: se viene el angustioso alargue.
Pero a ocho minutos del final la zurda rebelde de Maradona dejó sólo a Burruchaga, aunque muy lejos del arco. Entonces el talentoso volante que se había iniciado como marcador lateral derecho en Arsenal de Sarandí y que a esa altura era una las figuras del Mundial recogió la pelota y corrió, corrió y corrió. Y siguió corriendo, para sentir el grito de un país entero.
Pero más allá de los sueños de hinchas, jugadores y del cuerpo técnico aún quedaba un partido y la Argentina llegaba más sólida que Alemania, con un dibujo táctico más efectivo, con el mejor jugador del torneo y, lo que se confirmaría en los últimos minutos, con más reservas anímicas y físicas.
Desde el inicio el equipo de Carlos Bilardo impuso su mejor manejo técnico del balón, sostenido en el despliegue obligado de Héctor Enrique y de Jorge Burruchaga, ya que Diego Maradona estaba demasiado ocupado tratando de librarse del “pegamento” de Matthäus. En una de esas pegatinas, el diez generó una infracción por derecha a los 22 minutos, que derivó en el centro de Burruchaga y en el gol de cabeza del “Tata” José Luis Brown, acaso el gol más fácil que se haya convertido en un partido tan difícil, porque el arco había quedado sin la presencia del arquero Schumacher, engañado por el efecto de la pelota en el centro.
Argentina jugaba mejor y tenía mayor control del balón. Mientras los minutos pasaban los alemanes parecían esperar el entretiempo para que Franz Beckembauer les refrescara las ideas. Sólo dos de ellos sabían llevar a la práctica las directivas del “Kaiser”: el incansable “Tanque” Briegel y Matthäus, uno defensor y el otro carcelero de Maradona. Pero en el segundo tiempo se volvería a ver algo del verdadero Rummenigge.
Cuando Jorge Valdano definió con clase a la salida del arquero y puso el marcador 2-0 todos pensaron lo mismo: partido liquidado. Iban 56 minutos.
Pero en uno de esos centros desesperados apareció el alma de Rummenigge del ‘82 para enviar de rastrón la pelota a la red y descontar. Más tarde, Dieter Völler hizo delirar y levantar de sus asientos a toda Alemania Federal. ¿Milagro? Nada de eso, el seleccionado alemán poseía antecedentes aún más heroicos, Mundial de 1954 por ejemplo. Todos volvieron a coincidir en sus pensamientos: se viene el angustioso alargue.
Pero a ocho minutos del final la zurda rebelde de Maradona dejó sólo a Burruchaga, aunque muy lejos del arco. Entonces el talentoso volante que se había iniciado como marcador lateral derecho en Arsenal de Sarandí y que a esa altura era una las figuras del Mundial recogió la pelota y corrió, corrió y corrió. Y siguió corriendo, para sentir el grito de un país entero.
viernes, 25 de julio de 2008
La historia del fútbol en crónicas
Este es un espacio creado para compartir y disfrutar de la historia del fútbol en formato de crónica.
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